Las veinte mentiras

Ya lo avisaba el poeta inglés Alexander Pope cuando apuntaba sobre la tarea asumida por el mentiroso, ya que estaría forzado a inventar veinte mentiras más para sostener la primera.

La espiral de embustería en la que navegamos diariamente se parece ya más a un estercolero de palabras donde empieza a chapotear lo malsonante y la hipérbole del insulto. Superar diariamente el frentismo para cazar votos o adictos a este enfado constante, comienza a traspasar las líneas del decoro y la honestidad de quienes tienen el privilegio de representar a los que deambulamos en esta sociedad con demasiados frentes abiertos por resolver.

Mientras la ciudadanía en general atraviesa el barrizal de un tiempo demasiado inseguro entre crisis sanitarias y económicas, reconozcamos que nuestros dirigentes políticos se encumbran en titulares a partir de mensajes que saben a despropósitos y dislates. La política de bandos empieza a hacerse demasiado facilona.

La negación por el mero hecho de estar en el otro lado del hemiciclo o el histrionismo declarativo comienzan a darnos demasiadas certezas sobre la falta de propuestas que adecenten nuestra convivencia social. Hace tiempo que mentir públicamente sale demasiado barato.

Cierto que sus señorías tienen ciertos privilegios jurídicos para esparcir su discurso como bien les venga en gana, pero rallar con el embuste la sana crítica política nos deja huérfanos del buen propósito de saber lo importante, como es la democrática disparidad entre la diversidad de opciones. Hemos superado en muchos aspectos esa veintena de mentiras que apuntaba el poeta para caer en el peor peligro democrático de igualar a todos desde el pedestal deficiente de lo pernicioso.

Comenzamos a justificar cualquier trola porque todos lo hacen, y eso debilita cada día nuestra responsabilidad para pedir explicaciones a quienes dejamos en sus manos el principal proyecto colectivo como es la gobernanza representativa. Posiblemente dentro de unas décadas se afinará la crónica de este tiempo delirante con más acierto que como lo hacemos nosotros.

Lo malo es que, una vez más, los responsables quedaran inmaculados de responsabilidades porque ya estarán en otras cosas y, en algunos casos, en el olvido de nuestra historia. En tal caso, para algunos nos quedará la reflexión amarga de Bertolt Brecht cuando decía que “el que desconoce la verdad es un ignorante, pero el que la conoce y la desmiente, es un criminal”. Tal vez, entre ignorantes y criminales el tiempo se nos está

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